Arístides Vargas: El Arte de la desintegración Santiago Roldós Una entrevista con el teatrista del Ecuador donde cuestiona las formas y demanda actuar en la profundidad de la política.
01.04.2012
Foto: Klaus Haussmann
El Actor Arístides Vargas Director y dramaturgo ecuatoriano argentino.
56 años.
Fundador, junto a Charo Francés y otros artistas, del Grupo Malayerba, considerado uno de los más importantes de la historia de Iberoamérica.
¿Y usted por qué se fue de su país?
– Yo no me fui, a mí me mataron.
– ¿La policía?
– No, mis vecinos.
– ¿Con un cuchillo?
– Con el silencio. Yo necesitaba sal, ellos me prestaban. Necesitaba azúcar, ellos me la daban. Eran buenas gentes mis vecinos. Ellos no sabían que eran asesinos. Lo descubrieron el día en que vinieron por mí y decidieron hacer silencio. (Nuestra Señora de las Nubes, 1998).
Hijo pródigo y gran re intérprete del teatro político latinoamericano, Arístides Vargas volvió a nacer en Quito tras huir de la dictadura de su país, y dice que un recién nacido de 21 años es necesariamente un monstruo.
Argentino ecuatoriano, pues los países no son sus límites sino sus personas, su dramaturgia de la memoria le ha hecho acreedor a innumerables reconocimientos. El más emocionante, de acuerdo a su compañera Charo Francés, codirectora del Grupo Malayerba, el otorgado en su propio pueblo, cuya sesión de investidura Arístides interrumpió para afirmar que sólo aceptaría la distinción si sus autoridades se comprometían a reconocer también a sus compañeros asesinados y desaparecidos y a aclarar su destino. Charo, que desde el público se había estado mordiendo la lengua ante tanta vacua solemnidad, masculló un emocionado “Bien, mi negro” ‒así lo llaman desde siempre‒, y tras el compromiso del poder, el Negro volvió a sentarse y a sumirse taciturno, como suele, en sus pensamientos y recuerdos.
Por razones de espacio no cuento más (mi admiración y gratitud por este maestro al que considero nuestro Bertolt Brecht ecuatoriano ameritaría un libro), y reduciré mis intervenciones a paréntesis aclaratorios o algún comentario. Hay que leer y oír lo más posible al Negro.
1.- El concepto de Compañía Nacional de Teatro, aún bajo el eufemismo de Elenco Nacional, es un equívoco nacido en el romanticismo. Durante la revolución industrial, un gran sector de artistas no se quiere integrar a la dinámica de la industrialización: artistas plásticos que no quieren ser artistas en serie; gente de teatro que no quiere convertirse en empresas. Y eso, nacido como interrogante del poder de para qué sirve el arte en el surgimiento de los Estados nación, nunca se resolvió. Y nosotros ahora estamos viviendo un retroceso donde se nos plantean cosas, cultural y artísticamente hablando, ya superadas. “Lo nacional”. ¿Cómo es posible que en el Estado ecuatoriano, que se define como plurinacional y pluricultural, el Ministerio de Cultura quiera proponer en el campo de lo teatral una síntesis de lo nacional? Es una contradicción.
En Cuba dijeron: no podemos hacer una Casa de América, que hay en Madrid, sino una Casa de Las Américas. En Ecuador hay varias nacionalidades, por lo tanto no puedes hacer “lo nacional”, que en América Latina es un deseo del mestizaje cultural y una idea del siglo XIX. Sin embargo, te lo dicen como una gran cosa: “¡La Compañía Nacional!” No: compañías nacionales es lo que tendría que hacerse, si fuéramos consecuentes con la política o el discurso del Estado. Ahora bien: eso es imposible. Lo posible y deseable es crear un espacio para las naciones teatrales, es decir: para las teatralidades nacionales. Y punto. Entonces viene Nixon García de Manabí o el Cacho Gallegos de Cuenca o tú mismo desde Guayaquil o quienes sean de Quito, etc., y plantean sus teatralidades, y esa es la Nación, porque es la diferencia.
2.- Los fondos concursables del mismo Ministerio de Cultura son otra muestra de la falta de una política teatral que respete las diferencias. No es lo mismo un grupo que lleva 35 años de actividad a otro que acaba de formarse, o si trabajas en salas o en la calle, si haces teatro para niños o para adultos, si es un grupo o una compañía. No porque uno sea mejor que otro, sino porque son diferentes, sus intereses y necesidades son diferentes.
En Argentina la gente de teatro demandó crear un fondo donde el movimiento dispusiera de dinero para la creación de salas, fomento de grupos, etc., y el Estado lo asumió. Pero aquí el Estado no tiene idea de qué es una sala independiente ni de cuál es la relación del teatro con la sociedad, porque carece de cualquier tipo de política que integre los procesos creativos a los procesos sociales y le dé un lugar y una interpretación al arte. (No se habla aquí de ese malentendido donde el arte es visto como subsidiario de un discurso o una intención oficial.)
Aquí hay colegas y grupos que por su seriedad y compromiso con la comunidad en donde viven debieran ser apoyados sin pasar por ningún tipo de concurso. Han sido legitimados por el público o porque han hecho escuela, y su existencia no depende del Estado, no porque no lo necesiten, puesto que ya es hora que se los proteja con leyes, subvenciones a sus producciones y estrategias concertadas para apoyar a sus salas independientes y auspiciar al público para que éste tenga cómo comprar una entrada, formas y modos de entender y enfrentar las realidades teatrales con respuestas orgánicas e imaginativas. Y por favor: no exigir a los artistas que vayan a un concurso de mendicantes.
3.- El Estado hoy tiene tal disociación que se ha vuelto un idealista: supuestamente mediante la Ilustración ahora todos vamos a ser por fin maestros y licenciados, cosa que siempre ha estado en el subconsciente del ciudadano ecuatoriano. Tú dejas el carro en la calle y el tipo que te lo cuida te dice: “¡Licenciado!” Eso, que es tomado a broma, éste Estado se lo ha tomado en serio, y cuando yo deje el carro me van a decir: “Licenciado”, y yo voy a contestar: “Licenciado, cuídeme el carro”; “Cómo no licenciado”. Es un absurdo, propio de una obra de Jarry, ni siquiera de Brecht, el país de los licenciados.
Eso responde a un desconocimiento total de la realidad. En Ecuador la inmensa mayoría de la gente de teatro no tiene título. Eso no quiere decir que no haya estudiado, sino que ha estudiado en lugares donde no se dan títulos, porque para hacer arte lo que necesitas es ser un buen artista. Y eso no te lo da un título, sino tu naturaleza y tu práctica sensible. Lo que un título te da es integrarte a una dinámica productiva, y ahí está la inexactitud de la interpretación del rol de la cultura y el arte en esta sociedad, pues la naturaleza y el rol del arte es siempre la des-integración, no la integración.
Cuando tú haces una obra, es porque de alguna manera estás en profundo desacuerdo con algo, estás des-integrado de algo. Desintegración no es algo que destruye, sino que no participa en la formalidad, pero sí en la profundidad del hecho político, porque no se refiere a una desintegración de un cuerpo social, sino a una manera de entender el cuerpo social, al cual no hay sólo dos maneras de entenderlo: blanco o negro. No: hay matices. Y esas diferencias son importantes. Aunque es muy somero lo que estoy diciendo, esa es una profunda diferencia entre el arte que se hace ahora y el que se hacía 30 años: siento que el arte de izquierda hoy es menos integrado a un dogma ideológico y más ligado a un espacio de libertad.
4.- Todos nosotros hemos tenido maestros. Yo no haría lo que estoy haciendo sin haber tomado clases con Enrique Buenaventura (TEC de Cali), Atahualpa del Cioppo (el Galpón de Uruguay) o Santiago García (La Candelaria de Bogotá). No podría haberme constituido como algo. No estamos cuestionando que haya alguien que pueda darte algo, sino que las formas de enseñar son diferentes, que el teatro se transmite de manera muy distinta a las formas en que se transmiten otros conocimientos.
Por otro lado, no quiero sonar soberbio, sino ejemplificar el grado de desconocimiento que hay. Yo no acabé la secundaria, porque teatro en mi época era una carrera intermedia por la que optabas en tercer año, y luego tampoco terminé teatro. Pero hoy doy clases en la Universidad de Bogotá y doy cátedra en la Universidad de Cuyo (Mendoza) y en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid). ¿Cómo voy a tomar clases en el Ecuador, con quién, si yo soy el que las da? Insisto, no es un problema de soberbia intelectual. (No, es un problema de soberbia burocrática de un aparato estatal que pretende hacer tabla rasa de la realidad.)
Aquí te tienes que corresponder con la ley, en lugar de la ley corresponderse con la realidad, lo cual produce un gran desquicio sicológico en la sociedad. Vivimos en el Ecuador, no en Holanda ni en Francia. Pero en cualquier contexto yo me doy cuenta de cuándo los alumnos provienen de la universidad, porque hay un desapego de la realidad, y una focalización en las argucias técnicas. Entonces les hablo de Moliere y su gran contacto con las realidades y su fascinación por observar las conductas y estar metido en ese despelote de la cotidianidad, en esos géneros deleznables del imitar o remedar.
Si tú presentas ahora una cosa de imitación, que puede ser lo más alejado a esa categoría hoy en boga de lo pos dramático, a la gente le encanta. Así, todo lo que nosotros podamos pensar desde la universidad, en el campo del arte, no son más que estrategias para situarte en la realidad, pero no son corrientes artísticas. Como estrategias son válidas, porque son interpretaciones, pero el teatro vive de otra manera. Y muchas veces no es necesario interpretar ni tener un plan. Al plan te lo puedes inventar tú, porque es parte del juego teatral.
5.- Decía Bajtin que el juego teatral se destruye cuando tú te lo crees demasiado o cuando no crees para nada en él. Creo que eso es aplicable a la política.
Hoy hay una ausencia total de intelectualidad. Vivimos en una pereza intelectual muy grande. No existe nadie que genere pensamiento y que reconozca que la política es una instancia histórica, y que las instancias históricas se agotan, y que vendrán otras. Creemos que esto es definitivo, y no, no lo es. No lo es. Sin embargo, el contexto parece obligarnos todo el tiempo a tomar posiciones. Y es ahí donde yo disiento: no, el contexto no tiene derecho a exigir nada.
Todo esto que he hablado es básico de interpretar desde el poder, no desde el arte. Yo soy artista, y no me interesa para nada el poder, porque entiendo que el arte es lo más alejado a él, y no hay cosa más terrible que cuando el artista se convierte en político, fundamentalmente porque pasa a ser un burócrata, y por una consideración básica ‒hay demasiados burócratas y pocos artistas‒ es más necesario un artista.