Dragún, el Chacho
18.02.2012
Para Osvaldo Dragún
Rosa Luisa Márquez/Antonio Martorell
¡Oh, Osvaldo! ¡Uy, Dragún! Botafogo para los amigos, el Drago para los enemigos, que no tenía, por eso nunca se dragó. Era la fuente de la juventud en la antorcha encantada de su eterno cigarro. Un dragón adolescente enamorado de la vida, con mil y una Historias para ser contadas, comenzando por Los de la mesa diez, hasta su última cena en el cinematógrafo con palomitas de maiz en mano, de la mano de su esposa Beatriz y flanqueado por su amigo dramaturgo Roberto Cossa; un Moliére contemporáneo haciendo mutis entre bambalinas, candilejas y diablas encandiladas camino a sus nubes estrelladas.
Un dragón porteño, chupador de mate, maestro tanguero, futbolista y nadador estrella, adalid de doncellas desvalidas, activista cultural y amigo fiel.
El dragón de nuestra historia llegó a la Insula Barataria en plenos Juegos Panamericanos de 1979 y desde entonces hemos estado jugándonos la vida en el teatro. Llegó, con una versión realista y madura de su ya clásica Historias para ser contadas ejecutada con el elenco original del Teatro de los Buenos Ayres para el cual las escribió en 1956. En 1988 las remontó con los Teatreros Ambulantes de Cayey, en una versión épica, juguetona, tropical y guapachosa para la cual escribió una canción de entrada que decía “Nada es lo que parece ser.” Con un prólogo cantado, una sábana versásil, un paraguas sin lluvia y varias latas de cerveza llenas de granos musicales.
Qué sea el propio Dragún el que relate esa experiencia:
Dirigí las Historias muchas veces. Y cada vez me hacía-y me sigo haciendo-la misma pregunta: ¿ya que la historia que se cuenta se ha vuelto obvia para casi todo el mundo, y más que transformadora, confirmadora de una situación, ¿cómo transferir la posiblidad de tranformación a la estructura? ¿Cómo lograr que el público descubriese su propia capacidad de tranformalo todo, no a través de la historia escrita, sino de la historia vista, esa en que los objetos cambian de valor, de acuerdo al valor que se les de; en que el espacio se destruya para transformarse, reconstruirse en otro, más rico, más imaginativo? ¿Cómo rescatar para el ser humano su necesidad artesanal en un momento en que todo lo que produce parece fabricado por teléfono, a distancia?
Cuando trabajé con Los Teatreros Ambulantes de Cayei esas preguntas no fueron difíciles de contestar. Ellos ya eran un grupo de artesanos del teatro. Estaban entrenados, guiados, a hacerlo todo, sin nada. O mejor dicho, restituirle a cada objeto, a cada espacio, a cada hoja a cada piedra su valor humano, múltiple, imaginativo, necesario, artesanal…
Ese fue nuestro trabajo. Cómo divertirnos con los espacios, los objetos, y las personas, viendo cómo, delante nuestro, dejaban de ser lo que parecían ser. Y nos sorprendían. Por eso nos reímos, nos divertimos mucho con ese trabajo, porque vivimos sorprendiéndonos. Creo que por un tiempo logramos restituir su magia perdida al cotidiano. Y eso da risa. (en Brincos y saltos, 1991)
Y nos reimos escribiendo estas líneas, con él, de él y de nosotros mismos. Porque de eso se trata, del juego creador y de la risa renovadora, de a mal tiempo, buena cara.
La cara caríssima, maleable, como la de un muñeco de pan, siempre lista para el horno, humeante, cálida, alimenticia, vital, botando fuego. Ciao, Botafogo…
¡Ay, Dragún! ¡Oh, Osvaldo!