Augusto Boal

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Pensar al teatro porteño desde las formas de producción

25.05.2013

Pensar al teatro porteño desde las formas de producción. Un breve recorrido a un camino de fuerte contenido estético y político
Carlos Fos
La avalancha inmigratoria operada en las últimas décadas del siglo XIX y continuada en
el siguiente, cambió el rostro del país, no sólo en su estructura social sino en las
construcciones culturales. No podemos referirnos a este proceso como a un todo
homogéneo, pues llegan al país oleadas de individuos de procedencia europea, la mayor
parte de los cuales sufrían las consecuencias de la inestabilidad política y económica de
sus lugare de origen. Esa marea de costumbres, idiomas, dialectos, artes, buscaba un
espacio para un nuevo comienzo, sin los sinsabores de la tierra que debían dejar. El
proceso de adaptación fue gradual, pues la mayoría no hallaba la posibilidad de
prosperar laborando en latifundios, (gran parte de los inmigrantes eran campesinos o
artesanos y no se les dieron la mínima infraestructura para desarrollar su tarea con
dignidad) retornando a Buenos Aires o a otras ciudades puerto para ganarse el sustento
diario. También arribaron militantes políticos, perseguidos en sus países, genuinos
responsables del nacimiento de los sindicatos modernos en Argentina. Anarquistas,
socialistas, mujeres y hombres con una mochila cultural de peso, se unían a legiones de
obreros iletrados y a una minoría de extranjeros preexistente, con peso en la comunidad
local.

Existe un primer núcleo dirigencial, que surgió de las distintas asociaciones
formadas que se van a alejar ideológicamente de las posiciones más combativas de
algunos de sus compatriotas. Con una vida asociativa muy intensa, no tardaron en
transformarse en la voz de sus conciudadanos. Constructores casi obsesivos, edificaron
hospitales, escuelas, instituciones de asistencia mutua, cajas de préstamos, clubes,
estaciones recreativos y deportivos, teatros, entre tantos otros logros. También, contaban
con órganos periodísticos, redactados en los diferentes idiomas, que les permitían una
rápida llegada a los que añoraban el terruño y encontraban en estas páginas una manera
de reencontrarse con él. Por supuesto, el teatro local no quedaría indemne ante este
fenómeno que transformaba a las ciudades puertos en metrópolis, en especial a Buenos
Aires y a Rosario. Las formas nativistas y costumbritas propias de la adecuación del gaucho, devenido en peón bueno, dieron paso a la producción sainetera en sus múltiples
formatos, ideal para consolidar con otras poéticas a un sistema que crecía año tras año.
En los sainetes festivos, los arquetipos, ya construidos y fijados en el imaginario
colectivo, tienen un idiolecto particular. La torpeza para manejar el castellano es
utilizada como otro de los mecanismos para promover situaciones de alivio, de risa. A
pesar de esta esquematización, por momentos exasperante, la actitud es xenófila en
términos generales y se busca el divertimento, ante la cruda realidad del afuera. El
sainete evolucionó en su poética, complejizándola, aunque los estereotipos señalados se
sostuvieron y quedaron impregnados en el imaginario colectivo. Se afirmó la escena
local, creció dramáticamente el número de salas, de compañías estables, de autores y de
espacios para una incipiente crítica especializada. Lo que algunos señalan como nuestra
“Commedia dell´arte”, otros critican por la reiteración de formas o por la burla “torpe”
al extranjero. Pero no quedan dudas de que es sainete criollo es una manifestación
estética genuina y múltiple, con un formato previsible, que no le quitó méritos o calidad
en sus mejores cultores. Y, el que llegaba de lejanas tierras en busca de un porvenir, con
trazos particulares, ingresa a la cosmovisión local, ya no como un otro sino como un
integrante de un Estado cosmopolita, en el marco de un modelo económico dominante:
el agro-exportador. En las primeras décadas del siglo van a convivir dos posturas
enfrentadas. El teatro empresarial, con un ávido público que colmaba las salas y trepaba
a la escalofriante cifra de más de seis millones de espectadores a mediados de los años
veinte, y el teatro obrero que detestaba estas propuestas porque las consideraba burdas
mercancías en manos de escrupolosos y alentados por aquellos que deseaban enajenar a
las masas en divertimentos de mera distracción frente a los problemas diarios. Teatro
como industria, desde el punto de la producción o como artesanía en manos de los
trabajadores. Recordemos que, como acontecimiento único e irrepetible derivado de la
fiesta sagrada, el teatro no puede replicarse como el resto de los productos artísticos;
cada función es un ente irrepetible. Por eso nos referimos al concepto de industria en
relación a los estilos de productividad utilizados (el famoso sistema por secciones, que
podía entregar hasta siete funciones en un largo día en la misma sala), al crecimiento del
número de grupos de raigambre popular, de teatristas en sus diversas áreas de experiencia. El nacimiento del teatro independiente en los inicios de la década del 30
puso en crisis nuevamente la relación entre industria y teatro, tomando principios que
provenían de las experiencias escénicas del mundo obrero. Leónidas Barletta, fundador
del Teatro del Pueblo, y uno de los representantes más importantes del movimiento
independiente fue clave en este divorcio. La identidad ideológica de Barletta y, por
tanto, del Teatro del Pueblo que dirigía de manera verticalista ,se sostenía en los valores
de compromiso social e internacionalización de los productos dramáticos. Desde sus
inicios, proponía desde una posición didáctica romper con los “espectáculos de baja
categoría”, que dominaban la cartelera porteña. Sostenía que tanto el sainete, el grotesco
criollo o sus formas degradadas (comedias asainetadas, melodramas pueriles) eran
entretenimiento banal, pensados para la alienación del público por los empresarios
teatrales. Recurrió entonces a autores extranjeros, que tomaran temas propios de la
humanidad toda, desde una valoración de principios éticos y estéticos que respetaran la
función social de la práctica escénica. Hubo una decisión por exaltar el carácter
modernizador de la propuesta en detrimento de lo que se consideraba una muestra
informe de estéticas perimidas y sin valor real. Barletta animaba el concepto que su
visión del teatro era un dique de contención para un panorama desolador de la cartelera
porteña en cuanto a calidad estética. Ante el la oferta de los actores dominantes del
campo era válida una crítica demoledora a las falsas verdades, emanadas de criterios de
autoridad descalificados por el tiempo y de principios rectores vacíos de justificación
teórica. La visión del teatro como pura diversión, pasatiempo o simple producto de
trueque comercial, debía ser erradicada al fundamentarse una definición del arte
escénico como expresión social de una comunidad organizada.
El Teatro del Pueblo surge como un espacio que confronta con el teatro comercial.
Pretende ofrecer un lugar a los dramaturgos argentinos y está orientado por una idea
didáctica del teatro inspirada en el modelo de Romain Rolland. En síntesis, teatro para
el pueblo y teatro con contenido social, basado en el desinterés económico y pensado
como un espacio de educación popular, aunque detestando al adoctrinamiento y
propiciando el pensamiento crítico. Con una determinación cercana a la obsesión
militante, Barletta peleaba por un proyecto que se alejara de la búsqueda de la gloria individual y del provecho material, ya que consideraba que ambas eran un impedimento
para cumplir con la meta de contribuir a crear la vida espiritual que todo pueblo culto
necesita. La producción en serie, característica del teatro por secciones se concebía
como una muestra más de la degradación del arte y como ejemplo de explotación del
mismo por las patronales en detrimento de los trabajadores.
Con ciertas modificaciones en la etapa de maduración del movimiento independiente
clásico (la profesionalización del artista), las relaciones entre teatro, negocio o industria
resultaban imposibles, limitándose al área empresarial estos vínculos. Con la llegada
del peronismo al gobierno en 1946, el área de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires
será reorganizada, en sintonía con una política que establecía una presencia activa del
Estado en las actividades artistas y en la creación de nuevos lugares para ellas o en la
promoción de los ya existentes en su órbita ejecutiva. El gobierno nacional creó la
Subsecretaría de Cultura y dispuso que su labor debiera orientarse a dos audiencias: los
productores de cultura y a sus consumidores. En cuanto a los actores activos y
prestigiados en el campo, sólo se sumaron rechazos o indiferencia. Éstos consideraban
al peronismo un fenómeno fascista, una autocracia similar a las que habían sido
derrotadas en Europa. Ninguna figura relevante aceptó el convite para integrarse a la
construcción de una “nueva óptica cultural. El peronismo, en todas sus manifestaciones,
se presentó como reparador de las desigualdades surgidas de la aplicación de políticas al
servicio de las minorías económicamente más poderosas. El Estado ingresaba en el área
teatral como un factor decisivo, como un promotor de políticas para el sector. La
Subsecretaría de Cultura tomó medidas concretas para implementar el contacto de los
“desposeídos” con expresiones artísticas valiosas. Se asignaba un objetivo civilizatorio,
y en parte democratizador, a los productos culturales, haciendo que pudieran ser
consumidos por la mayor parte del público. En este público quedaba incluido aquél que
vivía en pequeños pueblos y parajes del territorio nacional, y que no solía participar de
obras de teatro, charlas, funciones de cine, etc. Con la ejecutividad que caracterizó a los
organismos recientemente creados, dispuso la elaboración de un plan integral de política
cultural, tarea que recaería en la Comisión de Cultura. Contando con un presupuesto
inédito para este espacio siempre marginal de la administración central, es menester destacar sus logros, varios de los cuales sobrevivieron a la caída de la primera etapa de
la gestión justicialista. Uno de estos logros es la consolidación de un real circuito
oficial. En un marco donde el proyecto de industrialización del país guía al Primer Plan
Quinquenal de gobierno, también teatro e industria vuelven a comulgar.
Durante el desarrollismo, la noción de industria cultural comenzó a ganar adeptos,
aunque las tensiones del pasado aun no habían finalizado y no fue posible una síntesis
ideológica inclusiva. Aunque el campo teatral se mostraba renovado desde la
dramaturgia, las concepciones de actuación, dirección y producción, la tradición que
identificaba a las grandes ganancias con el circuito empresarial eran todavía un
problema insalvable. No obstante el diálogo estaba abierto. A pesar de los procesos de
politización de lo estético a partir de la segunda mitad de la década del sesenta y de las
dictaduras, que reprimieron y censuraron a los teatristas, el camino para que buena parte
de los hacedores aceptaran al teatro como industria cultural podía avizorarse al final del
camino. En la primera etapa de la postdictadura los creadores ya no quedan atados a la
metaforización o la ocupación de espacios baldíos. Hay una necesidad por decir, por
teatrar el espacio público, pero en las producciones autogestivas sigue primando cierto
rechazo a términos como mercado o negocio, emparentado con el teatro empresarial.
Durante los años de la “primavera alfonsinista”, se multiplicaron canales de
comunicación, pero los daños perpetrados en el pasado reciente eran complejos de
erradicar. El fantasma de la insolidaridad, el “sálvese quien pueda”, estaba vigente,
apenas se escondía agazapado y al acecho. Los años 90’ fueron testimonio de esto y la
continuación de políticas de desindustrialización generaban nuevas exclusiones en la
sociedad. El teatro no quedo ajeno a la fragmentación del discurso, pero su valor como
espacio de sanidad y reunión le permitió resistir en la pobreza de recursos y
multiplicarse en las apuestas estéticas en micropoéticas de complejidad y diversidad
admirables. El nacimiento de Instituciones como Proteatro o el Instituto Nacional de
Teatro, fruto de largas luchas, permitió el retorno, lento, pero firme del Estado como
promotor de la práctica teatral. Poder sostener el criterio de profesionalización en
muchos colectivos teatrales los llevó a pensarse desde la gestión, aun en el simple acto
de solicitar un subsidio. La discusión en foros, mesas, congresos y jornadas sobre los modelos de gestación de proyectos escénicos y la problematización del término
independiente pusieron los primeros ladrillos para retomar charlas truncas en el pasado.
También tuvieron impacto el crecimiento de las industrias en otros sistemas teatrales de
paises centrales con los que existían y existen potentes vasos comunicantes. Desde la
llegada de Néstor Kirchner al poder, el vocablo industria nacional re-adquiere una
simbología asimilable a otras etapas del peronismo clásico. Las artes, en la visión de las
industrias culturales, no quedarían fuera de la mirada de estas administraciones,
floreciendo los Mercados Industriales del área, las rondas de negocios y la orientación
de los creadores por parte de profesionales formados en maestrías o especializaciones
académicas de creación reciente. Hoy el diálogo entre el teatro y la industria es posible
y muchos teatristas se benefician del mismo sin resignar sus principios estéticos a una
hipotética demanda o travestirse en defensores del fetichismo de la mercancía. En
campo del teatro autónomo quedan muchas dudas y desconfianzas por disipar, tantas
como aprendizajes pendientes en el asesoramiento económico. Preguntarnos qué
industrias culturales deseamos es volver a cuestionarnos qué teatros (quede claro el uso
del plural) pretendemos.

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